domingo, 7 de septiembre de 2008

EL MARCO

Ahmed me esperaba en el aeropuerto cada vez que volaba a Beirut. Con una sola pista útil para aterrizar, en medio del gentío y del desorden, siempre estaba allí, pegado a su cartel con mi nombre.

-Esta vez tengo algo que no podrás rechazar, Malone; te lo aseguro, -me dijo.
Ahmed me encontraba piezas más interesantes que valiosas para el museo de Nueva York. Así se ganaba la vida.

-¿De qué se trata esta vez? –le dije con ironía.

-De algo incomparable -me respondió sonriendo.

Mientras conducía su pequeño coche con mis maletas dentro, mantuvimos un tranquilo silencio. No teníamos costumbre de hablar sin una botella de vino en medio.
Al salir del coche, dos balas que pudieron matarnos se contentaron con avisar. No perdimos el tiempo tirándonos al suelo ni sacando nuestras armas. Miré a Ahmed y su sonrisa seguía a flote.

-¿A quién has robado qué, amigo mío? –le solté sin preámbulos.

-Ahora lo verás, -me contestó con los ojos brillantes de un zorro.

En su casa, me detuve ante una gran pared sobre la que descansaba un panel tapado por sábanas blancas que Ahmed descorrió con solemnidad, inaugurando una gran exposición.

El cuadro era una maravilla; representaba un crucificado de grandes dimensiones. Lo analicé al principio con instrumentos sencillos y unos guantes. Desbordado por la primera impresión, busqué en mi maleta mi pequeño juego de lentes láser discriminantes, un prodigioso artefacto regalo de mi museo: No daña ni un papel de fumar y hace la disección de cualquier tejido. Con él pude comprobar que la pintura tenía quinientos años y la firma real, única, de Leonardo Da Vinci. No podía haber duda.

El ancho marco estaba sin pulir. Era especialmente duro, troceado en cortes rectos y sin una sola grieta, aunque pude ver algunos agujeros realizados por clavos muy toscos y gruesos.

No me molesté en abrir una botella de tinto Sunrise del 2003, un vino para charlar, pues una nueva bala inteligente lo hizo por mí al entrar por la ventana. Segundos más tarde, dos hombres vestidos de blanco echaron la puerta abajo. No llevaban armas de fuego y el más viejo nos dijo algo en árabe que Ahmed me tradujo como “tranquilos y todo irá bien”.

Miré a mi amigo, que no pestañeaba. El hombre joven, a una orden de su compañero, sacó un cuchillo afilado con el que separó el lienzo empleando una pericia de cirujano. Salió al pasillo y, según pude ver, recogió de allí un tubo de plástico donde introdujo el lienzo una vez enrollado cuidadosamente.

Aquellos hombres sabían hacer su trabajo.

Se despidieron cortésmente no sin antes señalarnos los francotiradores de la ventana situada en el edificio de enfrente, los que disparaban esas balas tan listas.
Ahmed, unos minutos después, se levantó, colocó como pudo la puerta y volvió a sonreír.

-Por fin puedo darte lo que tengo para ti –me dijo.

Con una habilidad parecida al árabe del bisturí, comenzó a deshacer el marco del cuadro.

Una hora más tarde, la cruz donde murió Jesucristo estaba montada en el suelo de nuestra habitación.

Fui a por otra botella de vino.