miércoles, 19 de septiembre de 2012

Recuerdo de viajes (7).


El Purgatorio.

Yo había estado jugando por la mañana con el perro del niño, que se mete en todos los charcos del barrio. Hartito estoy de decirle que lo bañe antes de entrar en casa. Pues nada. Y así, cuando quise entrar en el Prelavado de las Almas, el guarda me largó con cajas destempladas:
-El pulgatorio, so tío guarro, es usted, que viene hasta el móvil de piojos, chinches, garrapatas y pulgas. Hágase usted una desinfección a fondo, más bien directa e inmediata, sin descuidar las intrínsecas partes. Aquí no le dejo entrar llevando tantos bichos encima que, además, no pagarían entrada.
A mí nunca me habían puesto la cara colorada. Me gasté veintiséis centímetros cúbicos de gel prohibido para ministros, o sea, antiparásitos, y le di un cachetazo al niño, al que metí junto al perro en la bañera que yo había abandonado. Allí los dejé en remojo y volví al Lugar en cuestión.
-Buenas, -dije levantando los brazos expendedores de un aroma recio, de lejía.
-Ande y siga todo recto, sin llamar la atención, -me dijo-, que hoy está esto lleno de sentencias indecisas, vaguedades e indefinición de altas ni bajas. Como si hubiera huelga.
Descubrí en efecto que las calderas purificadoras estaban con el botón en “mínimo”. No había ni gritos ni susurros. En fin, vi poco ambiente.
El portero me sorprendió jugando con mi primo por el móvil reluciente y vino a avisarme. Que resulta que se había recibido una “Duda”. Que de ahí lo del mariconeo en el ritmo y ambiente del Lugar.
-¿Qué tipo de duda?, -pregunté.
El portero, mirando hacia todos lados, aceptó mis cinco euros en monedas de dos y me dijo por lo bajini:
-Del centro de operaciones, cuya comunicación con el Todo es Total.
-Ya, -le dije-, que hay alguna encíclica de esas con mensajitos De Turbatoris Trolis, ¿no?, ¿ein?
-Shhh, silencio, capullo –me dijo amablemente el portero- no me comprometa-. Parece ser que discuten si existimos o no.
-Puede usted cogerme declaración, subnormal, -le dije con una sonrisa arrebatadora-: no dejo de estar aquí, con una asepsia tanto física como espiritual.
-¡Ay, tarado, si todo fuera tan fácil!, -me dijo entornado sus ojos-; si Ellos dicen que Esto no lo hay, es que Esto no lo hay.
-Verá usted, querido imbécil, -le espeté con una dulzura inmedible-, ¿debo entender que, caso de negación Existencial de esta Semieterna o Preambular Estancia por parte de las autoridades eclesiásticas, siempre infalibles, acabaré otra vez, de forma inmediata en el garaje, limpiando los zócalos? Y otra cosa más, sublime chafardero: ¿me devuelven el dinero del viaje?
Antes de que el chufla en forma de celador me contestara, aparecí en el Vaticano. Unos doce mil cardenales se levantaron y empezaron a hacer girar sus cordones de color púrpura. Multipliqué y a base de ser golpeado por los nudos de dichos cordones, podría darse que el número total de cardenales de la estancia llegara fácilmente a los ciento cincuenta y seis mil, todo ello en menos de una hora y cuarto.
-Ustedes dirán, -dije queriendo tomar asiento, pero cayendo en el suelo al apartarme alguien el sillón –“El Sillón”, me dijo el atento guardia suizo encargado de su custodia-. Me levanté y apenas se rieron dos o tres mil, nada más.
-Hemos decidido esto. Y no verte más ni con los del Imserso, -dijo uno de ellos.
Una mano enguantada me puso en la mano ciento ocho euros.
-Laggo dasquí, -me dijo en perfecto francés el portador del guante a su vez portador de la pasta.
-Faltan doce leños, usted perdone, -dije.
-El diez pog siento es gasto fijo, -me dijo poco prolijo.
Salí de la Santa Sede sin poner un solo pie en escalón alguno. Para eso confiaban en un perfecto rodar por las magníficas y tupidas alfombras que cubrían sus escaleras.
Aparte de esos trompicones, el viaje de vuelta se me hizo cortísimo. Un pis pas.
Y hoy, en el garaje, con los zócalos relucientes, y en compañía de mi niño y del perro, rememoro la experiencia y pienso en un collar de esos que venden contra todo tipo de insectos.