viernes, 18 de enero de 2008

SUEÑO CUMPLIDO

-Aprieta, muchacha, que ya viene -le dijo la matrona a Beatriz-, ánimo que queda poco.


Beatriz, acompañada de Lucio, su marido, hacía toda la fuerza que podía. Contraía hasta el paroxismo sus músculos y notaba que su rostro se desencajaba. Pero incluso en esa situación de máxima tensión física fue capaz de rememorar su infancia.


Beatriz nació en Cádiz, un domingo a las cuatro y cuarto de la tarde, en la barca donde su padre, Juan Béjar, pescaba por la mañana y paseaba por las tardes con su mujer, Sarita.

El parto duró poco y, en cuanto la niña estuvo rodeada de unos cuantos besos y una manta blanca, se puso a mamar, se durmió y los tres continuaron su paseo por el mar, que ese día competía en calma con las piscinas.


En su instinto de pescador, Juan utilizó el cordón umbilical de la niña como cebo y se llevó para vender un bidón de caballas.

Perlada de sudor, Beatriz Béjar apretaba y sus piernas comenzaron a temblar. El grito del médico le devolvió a la realidad del presente y se concentró todo lo que pudo en el esfuerzo. Sin embargo, su cabeza no quería quedarse allí todavía y se fugó otra vez a veintidós años atrás.


De la venta del pescado obtenido durante los meses siguientes, Juan sacó mucho dinero y pudo construir el sueño de Sarita, una casita para los tres, y una barca más fuerte, su propio sueño.

Beatriz empezó a caminar con un año y a parlotear un mes después. Todas las tardes iba con su madre a esperar a Juan. Se sentaban después en la arena y contaban el pescado. Y desde el primer día en que la niña dijo “tuchos no, papá”, Juan dejó de pescar cuando sabía que era suficiente. Aún así, siempre se sentaban juntos a contar la pesca, separar las piezas por tamaños y limpiarlas.

Otro apretón de manos del médico en su brazo la llamó a recordar que estaba pariendo. Quedaba poco, muy poco para que naciera.

Al hacerse mayor, Beatriz tuvo la suerte de que viniera una maestra a su barrio y con ella aprendió a escribir, leer y hacer cuentas con números grandes. En vez de pasar más tiempo la niña en el colegio, la maestra, la señorita Marisa, comenzó a pasar las tardes con la familia de Beatriz contando, repasando y limpiando el pescado. Aprendía cada nombre, forma y color de los peces. Y allí se enamoró de Damián, otro pescador.

Fue la señorita la primera en soñar con el milagro. Una tarde dijo:

-Deberíamos ayudarles, darles vida igual que ellos a nosotros.

Ni Beatriz ni sus padres ni Damián entendieron lo que quería decir.

Pero su sueño se cumplió; no en el momento, pero se cumplió.

Beatriz agarró la mano de Lucio y, haciendo un esfuerzo supremo, sonrió al ver aparecer en los brazos de la matrona a la sirena más linda de la historia de la playa de la Caleta.

 Sólo tenían que cruzar la calle para llegar a la playa. Allí seguían las casitas de sus padres y de Marisa y Damián. Los recios brazos de Lucio llevaban a Beatriz y los de Beatriz a la niña, que había empezado a mamar.

Esperaron a que una ola se acostara en la orilla y se fuera con ella mar adentro; y que la espuma le sirviera de mantilla en su bautizo. No había anochecido todavía y el reflejo de la cola estalló como regalo para los seis que quedaban en la arena, callados y sin saber si reían o lloraban con lágrimas saladas.

La niña del mar nadó veloz, hacia el fondo, persiguiendo al Sol.

La niña del mar era el sueño cumplido.

MANIOBRAS

Abel Chacón, un policía de tráfico que prestaba sus servicios en Barcelona capital, fue atropellado en un pie por una hermosa mujer algo mayor que él, justo cuando se disponía a terminar su jornada laboral. Al tratarse de una mujer muy rica, ella le ofreció como compensación un piso, una casa, un coche rojo y entrar a formar parte del Consejo de Administración de la empresa Chocoland, de la que era máxima accionista. Después de multarla por subirse a la acera y comprobar que los zapatos y el resto de su uniforme no habían sufrido daños de consideración, aceptó los regalos y, siendo ya un hombre de posibles, pidió a la mujer que se casara con ella, que le dio el SÍ en plena calle. Inmediatamente, Abel entregó la notificación de la sanción a la mujer, le indicó que circulara y llamó a su madre antes que a nadie para agradecerle tantas y tantas maniobras suicidas frente al coche de la mujer, hasta haber conseguido que ésta se subiera al fin a la acera para esquivarla.

ACOGIDA

El hecho es que Joan, una vez llegó a la azotea, se lanzó desde la antena más alta, una parabólica. Y los hechos mandan.

El edificio tiene 60 pisos, los diez últimos de oficinas. Los bajos son locales comerciales. Había que pensar rápido.

Joan aceleraba.

Jordi Mora y Arcadio Barrufet, el panadero y el relojero, descolgaron el toldo del supermercado de un tirón.

Del bar de la esquina, La Creu Alta, salieron los paletas de la obra de la azotea, maldiciendo haber dejado la puerta abierta.

Joan llevaba una velocidad considerable al pasar por el piso 40. No había tiempo que perder.

Éramos, al final, veintitrés personas agarrando la lona de un tono morado oscuro con manos firmes.

El piso 32 vio pasar a Joan a velocidad de obús.

El momento crítico estaba por llegar y nos surgió la duda:

-¡Nooooooo!, -gritó Joan con fuerza y sin poder evitar tragar varios mosquitos al abrir la boca.

Doña Marisa Torredemer, rápida como ella sola, consiguió convencer al grupo de la conveniencia de un azul marino de acogida. En menos de tres segundos, una enorme colcha azul sustituía al toldo con la tensión de la piel de un tambor, gracias a la fuerza de cuarenta y seis  manos que tiraban de sus flecos.

A unos veinte metros de distancia, en la acera de enfrente, vimos caer a Joan sobre cientos de bolsas de basura acumuladas por culpa de la huelga de los servicios municipales de recogida de residuos.

Algo magullado, Joan se levantó, se quitó unas raspas de pescado del cabello y se fue a su casa.

No hubo reproches y cada uno volvió a lo suyo.