Eduardo Bussines se mantuvo de pie sin dejar de mirar el suelo y la cartera que asomaba entre sus zapatos. El último ocupante de la estación de trenes, un revisor muy viejo, no tardaría en irse.
Cuando, conocido el ciclo de idas y venidas de las cámaras de seguridad, comprobó que estaba libre de vigilancia, se agachó como un rayo, acogió en su bolsillo la suave billetera de piel y salió de la estación a toda prisa con una sonrisa.
Al llegar a casa, tras un rato de pie tocando el timbre, su mujer le repasó a conciencia en el descansillo de la escalera:
-Llaves falsas para perder del piso, perdidas.
-Sombrero, distinto.
-Bufandas, dos y distintas a las que llevabas al salir.
-Cartera recuperada, menos mal.
Le dio un beso y lo dejó entrar.