No se quitó el sombrero al cruzar la puerta de cristal del café. Como un faro, la luz de sus ojos buscó la mesa segunda de la derecha, junto a la ventana, la que celebraba sus encuentros, les aguantaba los platos con el té, los codos, el tabaco y su bolso mientras charlaban, y ocultaba a los demás los pícaros roces de sus pies descalzos. Pero no estaba. Levantó un poco la vista y encontró a su compañero, cargado de un periódico, dos platos con tazas, un cubito con azúcar y un cenicero. No pudo soportar la rigidez con que tendrían que charlar a partir de entonces y decidió abandonar el local. Él la siguió, cargado además con su bolso, igual que un porteador.
En el umbral de salida, la mujer se detuvo y abrazó al hombre, que no derramó una sola gota del contenido de las tazas. Echándose a un lado, dejaron que el carpintero del local, un enamorado de su profesión, instalara de nuevo la mesa en su lugar, con una pata completamente restaurada. Se notaba el trabajo bien hecho, y el color del barniz era fiel al original.
Con una sonrisa, la mujer indicó al hombre que volvieran a sentarse como habían hecho, desde que podían recordar, una vez cada siete años