martes, 1 de febrero de 2011

Vecinos (2).

EL PRINCIPIO DEL DESPUÉS.

Al amanecer de día siguiente de quedarse viudo y solo en casa, Beltrán Benavides recibió la visita de la vecina de su puerta de enfrente.

-Buenos días, -dijo ella de pie, mientras se desataba el cinturón de un inmaculado albornoz blanco.

-Buenos días, -respondió Beltrán viendo caer el albornoz al suelo-. Gracias por esperar todos estos años.

-Jamás habría hecho daño a tu mujer ni a una buena amiga al mismo tiempo, -dijo la vecina cogiendo a Beltrán de la mano y llevándolo hacia el centro del descansillo de la planta tercera, entre las dos puertas.

Mientras la ropa de Beltrán era lanzada al interior de su casa, una zapatilla quedó atascada en el marco de la puerta, atendiendo a la prudencia para que ninguna ráfaga de viento cerrara de modo violento el acceso a la vivienda, en el más que probable paso a la azotea de algún vecino para tender la ropa. Un poner.

En el centro del rellano, la fuerte baranda sirvió de apoyo lumbar a Beltrán para que sus riñones no sufrieran por el peso en la levantada y afianzaran el agarre de la vecina a su cintura con una cadena de piernas torneadas al estilo Rubbens que siempre había celebrado.

Los besos se antepusieron a las palabras durante el primer envite, el que hay que dejar que fluya por sí mismo para no asfixiar a los amantes en su estreno. Una vez respirados los estertores del impulso, las miradas y un abrazo de pie descalzos sobre el mármol aún se anteponían a las declaraciones habladas de amor o de deseo, por otra parte muy bien explicadas con lenguaje corporal.

A partir de la conciencia que da la complicidad, y sin más mobiliario que el suelo o la barandilla, se desarrollaron otros dos actos de entrega y recepción simultáneos que dieron de sí lo que se debe pedir de ellos: corriente eléctrica natural.

Después de un sexo lleno de amor, unos besos de postre culminaron un banquete donde nadie pidió la cuenta y Beltrán supo abrir la férrea cadena de sus brazos para dejar escapar a su vecina, que se libró de ellos sin la menor prisa.

El dulce encanto de lo más o menos prohibido les envolvió cuando oyeron abrirse una puerta del piso de abajo, desde donde se oían referencias a una antena estropeada. Desnudos, aún se miraban midiendo el riesgo de ser descubiertos mientras se retiraban cada uno a su puerta caminando despacio hacia atrás, y antes de que el primer escalón de su tramo fuera conquistado ambos se parapetaron tras la puerta sin cerrar del todo, para mirar a través de la mirilla.

Cuando oyeron al vecino entrar en la azotea, volvieron a salir sin hacer ruido y se besaron con infinitas ganas, riendo como locos en el mayor silencio y notando por primera vez en sus cuerpos corrientes de aire producidas por tantas puertas abiertas, incluida la de la azotea, que gracias a la zapatilla no cerró con un portazo la casa de Beltrán.

Ahora sí se resignaron a despedirse y meterse en casa.

En la cocina, mientras la vecina se anudaba el albornoz y tomaba una manzana para morderla, su tía recién despertada le dijo:

-¿Has pensado en ir a ver al vecino? Seguro que el pobre agradece una visita en estas circunstancias.

-He ido a verle, sí, -dijo la vecina-, pero no he llegado a entrar en su casa.

-Comprendo, hija, comprendo, -dijo la tía de la vecina, dándole una palmadita en el hombro.

Vecinos (1).

INDESCONTROL.

La espesa niebla empañaba los cristales de las perpetuas gafas de sol de Pepe Luis Somoza. En su pausado caminar un observador imparcial pronosticaría dos finales no necesariamente alternativos ni excluyentes basados en el suelo resbaladizo y su habitual despiste: o bien un mal aterrizaje o igual un desigual cuerpo a cuerpo contra el muro de arbustos que serpenteaba a su izquierda y que limitaba los jardines de su repentina vecina, una diosa morena recién llegada que le había provocado un escalofrío previo al vértigo. Y gracias a un sencillo gesto: ése que acompaña al subirse de nuevo al hombro el tirante de una camiseta. La dosis mínima de coquetería enviada desde una ventana mientras él tendía las reglamentarias prendas de vestir de un hombre soltero y solitario de nacimiento que, si alguna vez había tenido el valor de estar cerca de una muchacha y mirarla a los ojos, lo hizo en sus sueños, bajo un estricto control onírico de los movimientos y diálogos. Lo justo para recordarlos al despertar durante el mayor tiempo posible.

El hecho es que ahora esta muchacha soñada tenía rostro y Pepe soñó despierto con salir a ese mundo que temía y odiaba para lo que no fuera ganarse el sustento, escondido en esa forma de vivir que decían de él.

Así que Pepe tomó la múltiple decisión de no resbalar ni caerse al brincar, quitarse las gafas y volverse para casa. Esa misma mañana, en lugar de ir a trabajar, iría a hablar con ella. La de la camiseta de tirantes blandos.

De pie ante la casa de su vecina, en el momento de coger aire y tocar el timbre, ella abrió la puerta.