lunes, 20 de junio de 2011

Diario íntimo (1).

Nosotros, los de aquí.

El día diecisiete de junio fui a comprar los doce bocadillos de avena con pan de molde, sin corteza, que toma mi padre cada día después del desayuno. Lo recuerdo bien porque al día siguiente fue dieciocho.

Me encontré con Bratislav Mendetzer, mi primo, que me dio una paliza a cambio de dos palizas que le di yo. Llegamos juntos a casa sucios de barro y su madre, mi tía Betsa Morovotna nos dio dos palizas gratis a cada uno. Y una de propina, la única merecida, al haber olvidado los bocadillos de mi padre encima de un tronco de árbol grande, muy grande, donde nos sentamos mi primo Bratislav y yo a quitarnos la tierra de encima después de pegarnos.

Mi abuela materna, Irigoleya Morovotna, se puso de mi parte y le dio una zurra a Betsa, su hija, que ésta aceptó de buen grado, pues se trataba de una tunda pendiente del año 1965, septiembre concretamente, un tiempo que mi abuela se tomó de vacaciones y vapuleó lo sucinto, lo que ella creyó el mínimo. En concreto gastó un par de aljofifas y una bayeta de secar cristales en sacudir al capitán y al segundo piloto del barco donde disfrutó de un crucero por el Báltico, el imponente paquebote Chacharian III, construido en Libotniakstrtr, provincia de Cheñetchi.

Mi abuela paterna, Olga Borobitaniaska, que también vivía cerca, se puso en cambio de parte de Betsa y zarandeó a Irigoleya. Cayeron al suelo un sonotone, dos sendas partes de debajo de las dentaduras y una pequeña mantita que mi abuela paterna se echaba por los hombros cuando cargaba leña a eso de las cuatro y media de la mañana, para tirársela a la cabeza al marido de mi abuela materna, Igor Gorito, el único que había conseguido meterle la nariz en un charco a mi abuelo paterno, Iván Dalismo, un pendenciero profesional que trajo la desgracia a la familia Mendetzer a base de bebida, juego, más bebida y algo más de juego.

Cuando mi madre salió de su SPA junto al abrevadero de las cabras, una vez más rompió a llorar, cargó el kalaishnikov y se puso una venda en los ojos. A los tres segundos la trifulca familiar se había terminado y mi primo y yo volvimos como un rayo a buscar los bocadillos de mi padre, el único personaje tranquilo de mi hogar, quien, en medio de la bulla, retocaba una magnífica imitación del cuadro Serena campiña, del gran pintor inglés Lord Heñado.

El diecinueve todos fuimos deportados a una granja en Groenlandia, denunciados por los vecinos. Y aquí estamos, la mar de a gusto.