Habían quedado en la playa al atardecer. Él se sentó sobre las rocas habituales con el majestuoso porte que le caracterizaba. Ella llegó envuelta en una ola esmeralda. Se aupó a una roca a su lado al tiempo que su impresionante cola de pez emergía violentame
nte. Él apartó la vista cegado por el reflejo de las escamas.
-No es necesario que mires a otro lado –reprochó ella-. Tampoco ellas me entusiasman.
Y sus enormes ojos se posaron fugazmente en las piernas de él.
-Es el final –dijo él mirando al horizonte-. No hay duda. Hasta ayer nos amábamos y hoy nos hacemos daño.
-Hasta ayer pensábamos que un hechizo podría unirnos, cuando nos dimos cuenta de la más absoluta realidad. Seamos claros, ni yo estoy dispuesta a vivir en un estanque toda mi vida ni tú vas a pasarte el resto de la tuya con una bombona de oxígeno a la espalda.
-No, hoy no es el final –rectificó él, imperturbable-. El cuento acabó ayer.

-No es necesario que mires a otro lado –reprochó ella-. Tampoco ellas me entusiasman.
Y sus enormes ojos se posaron fugazmente en las piernas de él.
-Es el final –dijo él mirando al horizonte-. No hay duda. Hasta ayer nos amábamos y hoy nos hacemos daño.
-Hasta ayer pensábamos que un hechizo podría unirnos, cuando nos dimos cuenta de la más absoluta realidad. Seamos claros, ni yo estoy dispuesta a vivir en un estanque toda mi vida ni tú vas a pasarte el resto de la tuya con una bombona de oxígeno a la espalda.
-No, hoy no es el final –rectificó él, imperturbable-. El cuento acabó ayer.