miércoles, 5 de marzo de 2008

DESDE LA SOMBRILLA HASTA EL ATAÚD




(La última aventura)

Ni siquiera llora; y no es por insensata, ni por boba; sabe bien lo que le espera. Lo sé yo, que llevo toda mi vida con ella, y ella, toda la vida a mi sombra. Me ha cuidado siempre de maravilla. A la vista está que la mayoría de las que surgieron en mi generación, o no existen, o las abandonaron a su suerte, en lo más escondido de un garaje.

Adriana nunca me haría eso. Ahí está, con esa trenza gris que aún guarda reflejos del oro que fue. La quisieron. Soy fiel testigo de las caricias depositadas en la curtida piel, por la que desde hace tiempo nadie pasa.

Ambas asistimos expectantes a nuestra decadencia, pero es la mar, con su oleaje, la que nos consuela, la que mitiga el peso de los años.

Por eso ayer, al salir de la consulta del doctor, volvimos aquí, a mirarla. Ayer supo Adriana que su fin está cerca; y con su fin, el mío, que gustosa aceptaré a su lado y frente a este ir y venir de olas, que se convierten en nuestro pulso, en nuestra música.

No me hace mucha gracia este ataúd que para las dos eligió y que tenemos al lado. Adriana lo abre de vez en cuando; lo mira, se recuesta en él. Cuando se cansa, se da un baño y viene a mi refugio.
Quisiera abrazarla, pero no puedo, y ella lo sabe. A veces lo siento en la forma en que expande mis brazos, lentamente; a veces me sacude la arena de encima con la mano, como si me acariciase.

Si pudiera hablarle le diría que no ha tenido muy buen gusto haciendo la última gran compra de su vida. ¿No se da cuenta de que en esta playa lo que en verdad pega es un ataúd azul?

¡Uy! ¡Me ha mirado! Ha vuelto la cabeza y me observa fija. Se levanta, se coloca el pareo y toma su bolsa. ¿A dónde irá? Ha salido de la playa en dirección al pueblo.

Ha pasado casi una hora cuando la adivino a lo lejos. ¿Qué trae en la mano? Es un cubo. No. No es un cubo. Es un latón; un latón de pintura. ¡Bien!, ¡de pintura azul! ¡Éste es el resultado de tantos años juntas!
Me mira sonriente y me dice:
_Verás, guapísima, lo bien que queda ahora._ Y coloca todo junto al ataúd. Con cuidado quita el crucifijo de encima para no teñirlo. Una vez acabado el trabajo, vuelve a colocarlo y nos miramos contentas. Este ataúd ha quedado lo más parecido posible a una barquita pesquera.

Han pasado varias horas en las que Adriana no ha parado de venir desde el ataúd hasta mí. Vuelve a tocarlo. Ya está seco. Presiento que el momento ha llegado. Mi dueña se me acerca despacio. En su rostro, la expresión de un nuevo dolor contenido. Cierra mis brazos y no sé si estoy soñando, pero siento que me abraza. Sí, me toma en sus brazos y se dirige hacia el ataúd. Extiende la toalla en el fondo y me coloca sobre ella. Empuja a duras penas el que será nuestro lecho, hasta el agua, bien adentro y después salta, tumbándose a mi lado.

No cabe duda; ahora sí, me abraza; me abraza y no sentimos miedo. Lo que sentimos es la inquietud alegre de la aventura; sólo que ésta, y, mientras la caja aguante, será la última.

Adriana, con el rostro ya más sereno, ausente nuevamente de dolor, me susurra:

_ ¡Ya está bien de observarla, de mirarla, compañera; surquémosla!