jueves, 11 de diciembre de 2008

SOLEDAD

El edificio no estaba tan bien cuidado como antes, cuando se encargaba Luís. Y el jardín apenas tenía flores. Echaba de menos las petunias que Julio le llevaba cada día al templete, al verla sentada para desayunar. Sólo nacían esas hierbas tan altas, tan duras, tan difíciles de arrancar…
 Se sentía muy sola. Los hombres que pasaron por su vida y por su casa se fueron más tarde o más temprano dejándola sola, su único temor. Soledad, con canas pero aún firme, se dio cuenta de estar hablando con la tierra sin sembrar del patio trasero. 
El recién nombrado jefe de Control y Auditoría no perdió un segundo. Sincronizó la apertura de la caja con los petardos de la feria. Antes había repartido cientos de cancelaciones de cuentas, pulverizando la estafa: Profesional, rápido y con tiempo para perder si querían pillarlo. Para entonces, como un clásico, estaría lejos. 
Tras desviarse por la comarcal encontró una serie de pequeños hoteles, pero los evitó viendo que estaban bien comunicados por teléfono. Siguió un buen rato hasta ver una casa blanca con un cartel con habitaciones libres y un gran jardín. Paró y fue hacia la entrada con su maletín. Después recogería o mandaría recoger la ropa al encargado. 
“¿De viaje de negocios?”, “Es muy joven”, “¿Casado?”. Soledad hizo las preguntas de rigor mientras el hombre firmaba el libro. “¿Rogelio Zurita?”, se dijo que habría preferido  Pepe López; le gustaban las mentiras de toda la vida. 
Tras tomar un café, el hombre parecía con más ganas de hablar. Había consultado las noticias por su ordenador y sabía que le buscaban. “¿Soledad?, curioso nombre, viviendo sola”, bromeó con su anfitriona, al parecer la única ocupante de la casa. Recordó estar lejos de otros hoteles y gasolineras, y supo que estaría bien pasar un tiempo recogido aquí, hasta que las primeras páginas se las llevaran otros. Y que no había vecino cercano a quien llamar.  Y que la mujer siempre sería un estorbo. 
Dejó caer la tarde y la buscó por toda la casa con una cuerda entre las manos, sin zapatos para no hacer ruido; notó que algo sibilante pasaba junto a su oreja seguido de un golpe seco, miró hacia atrás, y vio un machete clavado en la puerta de la cocina. Se le heló su sangre fría. 
Tras buscarla de nuevo en cada rincón, se sintió mareado; la vio venir, sonriente, y él también sonrió tensando la cuerda entre sus manos, pero notando que lo hacía sin fuerzas. Ella seguía avanzando hacia él, que, sorprendido, sentía cambiar el aspecto de su cara, seguro de que el pánico superaba al vértigo. 
-Eres de los que menos ha aguantado mi café -le dijo la mujer-. Y tu hueco lleva mucho tiempo esperando en el jardín. Dame esa cuerda.