jueves, 16 de enero de 2014

Mascotas (1)


Honor familiar

Acabo de salir de la comisaría, tras prestar declaración, y aún no puedo creer lo que ha pasado.
En mi propia casa, después de no sé cuántos días viviendo bajo mi techo, mi amigo, el mosquito José Jeremías Lereldo Treviso fue hallado muerto. Según el informe, se trataba de un suicidio.
Gracias a que llegué un poco más tarde de lo habitual a casa, no presencié el momento. Mi mujer, echándome los brazos al cuello en cuanto abrí la puerta, me contó que en un momento dado, en que ella acudió a cerrar un grifo que estaba abierto (qué raro, pensé), José J se había lanzado al interior de una taza de té hirviendo.
Algo no encajaba, me dije. José tenía experiencia con el té muy caliente. Además, nunca trabajaba sin arnés de seguridad. Él se deslizaba arriba y debajo del interior de la taza, buscando el aroma (le servía de baño de vapor) sin dejar de agarrarse a cualquiera de los hilos de las dos bolsas de ese hierbajo inglés, comprimido y seco que mi mujer introducía en el agua.
Abracé  a mi mujer, pero, sin soltar mi cartera llena de pesas del gimnasio (esta cleptomanía va a acabar conmigo) me dirigí a la cocina. Todo estaba igual que tras la escena inicial, me dijeron los dos agentes del CSI enviados a investigar.
Tuve que ponerme guantes por lo que pedí disculpas al más alto al dejarle caer mi cartera en un pie y me dispuse a colaborar, pues soy aficionado a darle vueltas a las muertes inesperadas (cuando me enteré de lo de la mula Francis volví locos a los de la embajada estadounidense).
No tardé ni un minuto en pedir un análisis de sangre del interior de la taza y los resultados fueron concluyentes: José Jeremías no había chupado ni mi lóbulo de la oreja izquierda (lunes, miércoles y viernes) ni tampoco el sensual cuello de mi mujer. La sangre que no había podido digerir, aún no mezclada del todo con el té, era de otra persona.
Mi mujer se derrumbó, la levanté, se derrumbó, la levantó uno de los policías, se derrumbó, la dejamos en el suelo y confesó.
Su amante, un funambulista metido a reparador de antenas, se había dado una cabezadita en el sofá y José Jeremías, reparando el honor familiar, le había pegado un picotazo serio bajo el párpado derecho. La policía lo localizó en el chalet de enfrente y traía un bulto del tamaño de un huevo, una roncha que sólo José J era capaz de hacer.
El resto, con José hinchado, aprovechando su bajada de la taza, confiado en la sujeción de la bolsa a la taza, ya es historia. El funambulista se derrumbó sobre junto a mi mujer y confesó casi todo, que hay cosas que no le importan a nadie.
Mientras tramito el divorcio, he ido a la tienda de animales y no he sido capaz de sustituir a José Jeremías. Quizá sea demasiado pronto.