martes, 16 de junio de 2009

GRANDES BATALLAS DE LA HISTORIA (XIII).

(Con previo perdón por las disculpas a mi querida Inma, por el exceso de longitud. Pero se me ha ido de las manos. Besos)

Batalla Sinfónica de Haipemarkestratt.

 

La megasinfonía a ejecutar, Lerenda Sub Iutatis opus 3, del toledano Visigo Astortia, era de una tonalidad arrebatadora en su obertura. Por ello, el director precisaba de una puesta en escena plena, sin concesiones a una distracción, con los cinco sentidos de cada músico. Con el alma en cada nota. Tras el segundo movimiento, la mayoría de los espectadores se tragaría cualquier cosa. Incluso el resto de la obra.

Pero…

El primer violín salió con la bragueta abierta. Nadie le dijo nada entre bastidores, porque el domingo anterior el muy malage tampoco advirtió a Nati Chaves, la segunda violonchelista, que tenía los zapatos cambiados, acentuando su condición de zamba. Advertido que se lo hubo a gritos la panderetera contralto, el primer violín puso su instrumento, el primer violín, en la boca del barítono bajo, para que se lo aguantara. Pero lo que oyó la panderetera contralto fue sólo el “aguántamelo”. Siendo como era y sigue siendo, prima del barítono bajo, se fue a por el primer violín arremangándose las medias y le soltó un golpe en el estómago, a cambio del impacto de un chicle en un ojo.

A todo esto, los tramoyistas no habían bajado el telón para levantarlo con la función. El público consideró innovadora la escena de teatro experimental previa y aplaudió, aunque con frialdad.

El director, sorprendido por la pasión inicial, levantó las manos invocando a Tokála Toa, el dios más afinado de los cielos, para agradecer su intervención.

Dado que el barítono bajo engullía lentamente el primer violín, su dueño intentó arrebatárselo, pero la panderetera tenía trabajo pendiente y en menos de lo que hace falta para tumbar un novillo y ganar un rodeo le afeitó la nuca.

Ya era hora de reaccionar, pensó la soprano suplente. Llevaba una añugación atascada en la garganta, desde que cien meses atrás la panderetera contralto le impidió debutar como quinta pastora en “Les ordeñateurs”, y saltó como una pantera hacia el peinado de la contralto, que no la vio venir. Más de ochenta horquillas le sacó en pocos minutos. Y algunos pelos.

El coro entonó a pleno pulmón el “¡Desapartheid, please, Desapartheid” del griego Oigalos Paciphistias, pero el barítono alto había sido camionero, y lo era algunos domingos, y no sabía aguantarse ante una buena pelea. En un salto felino, agarró el cierre del sujetador de la soprano suplente, tiró hasta lo que más pudo y lo soltó después sobre la espalda, con toda la mala idea.

Fijándose bien, había cierto orden lógico en las incorporaciones a la gresca: El director, enardecido entre los gritos muy parecidos al texto de la obra, reconocía ajustes de cuentas pendientes. Y lo mejor de todo, los golpes, hasta los cabezazos, sonaban en Sol. Y es que cuando calienta  el Sol…

Llegó el turno del tío del bombo, un hombre también gordo y redondo, que quitó el tapón que tiene el instrumento por el lado y sacó de allí una pala matamoscas. Con ella, sin mediar aviso ni declaración previa, se fue a por el pianista, que en ese momento ya había sacado unas notas renovadoras de su instrumento, contando con que las orejas del barítono alto recibían buena parte de los golpes de teclado. No pudo evitar, en cambio, el impacto de la pala matamoscas sobre la verruga de su frente, algo que había irritado durante diecinueve años al tío del bombo. Esa noche, por fin, se había realizado su máxima fantasía. Además, la verruga se posó, tras su despegue de la frente, en la corbata del director, que, embalado, se desprendió sin querer de la batuta, la cual pudo ser extirpada del muslo del ocupante del segundo palco platea, en una sencilla intervención quirúrgica.

-Pues con las manos dirijo, con las manos me sobra, -relinchó el director, encabritado como un potro alazán desbocado, pleno de pasión, mientras esquivaba a los barítonos rodando por el suelo perseguidos por la panderetera, una verdadera fiera en el uno contra uno.

La tesis de la obra culminaba, no cabía duda, a decibelio puro.

Surgió, como Ángel Pacificador, el trompetista Yasetebelos Escrotenberg: Sus labios clavados en la embocadura representaron la llamada del Apocalipsis, El Juicio Final y la Declaración de la Renta, todo junto.

Recogiendo harapos, monturas de gafas y sin dejar de cantar y tocar en ningún momento, cada componente de la orquesta y coro, con decoro pero sin condecorar, regresó a su lugar.

El director se tragó sin diluir dos de las tres cafinitrinas para el corazón y siguió de pie. En casa, tranquilo, sacrificaría una cabra a Tokála.

El público, aterrorizado, sacaba por Internet entradas para sesiones de doce horas de películas de Disney. Daba igual el precio. Lentamente, buscaba la salida sin volver la espalda.

De un golpe, el telón caía sobre el escenario. La luz se iba y primero el silencio y luego la paz, de alguna manera, volvían al teatro de la villa de Haipemarkestratt.