lunes, 27 de junio de 2011

Diario íntimo (y 5).

Seguimos.

El hecho tenía que ver con la intención. En general es así: si no hay intención, no se juzga igual un hecho que otro. El caso es que ayer salió el cupón 15581, los kilómetros cuadrados que tiene León, y le tocó a mi tía Betsa, que antes de comprarlo ya se había echado novio a priori, un tal Sebastiantonio Glocester, de por aquí, al que no apedrearemos pensando que viene a por los cuartos. Creemos que sus intenciones son buenas. Las cosas explicadas se entienden mucho mejor.

Mis abuelas han tirado al suelo el prototipo de interceptor de canales por satélite que tenían encargado y se han puesto a coser un vestido de novia para Betsa y una docena de corbatas a juego para Sebastiantonio, que no ha parado de llorar desde entonces.

-¡Ay doñas Irigoleya y Olga, que a mí nunca me han querido antes hasta este extremo!, - les ha dicho cogiéndolas en brazo (con uno sólo: carga total de ambas abuelas: 57 kilos aproximadamente. Mérito: medio/bajo).

Aquí, cerca de Astorga, nos dedicamos a probar empanadas y sentarnos a digerirlas. Nuestros expertos en especies no humanas, Gamínedes, Mateos y Louis Marcos, han hecho amistades pronto y eso nos hace soñar con una vida mejor y más estable. Han quedado en organizar una tertulia fija semanal con cuota de inscripción de diez euros. Quedan excluidas las garduñas que no traigan las uñas limadas.

De cada momento de felicidad se puede esperar uno seguido de turbulencias: Una tal Ana Julia Fitzgerald, de la capital, que se queda una temporada aquí con sus tíos, me ha entrado generosa en sus movimientos de caderas y me ha preguntado en qué trabajo: hasta mi padre se ha caído. Y estaba sentado en el suelo. Yo he cerrado temporalmente el diario hasta después de cenar y he corrido como el viento. “¡SSú chiquillo!” he podido oír que decía el abuelo Iván al verme cerrar la puerta tras de mí.

A sabiendas de que la tal Ana se ha ido por fin con sus tíos, he vuelto a la zona común donde, entrando y saliendo, nos pasamos el día. Atardece y, no teniendo nada que reseñar salvo el color verde aceituna del vestido de Betsa, pendiente de los volantes, cojo el teléfono y me escogen de jurado para empanadas de carne a celebrar esta noche. Contesto que sí y cenamos temprano para ir sin hambre y votar bien.

Tanta gente junta y nosotros mezclados es la gran novedad. Hasta parece existir el antídoto para Bratislav y sus broncas: ponerle un sombrerito estilo bombín inglés, pero de color naranja. Varias muchachas se han interesado por sus teorías básicas sobre la intersección del helicoide y las cartas del Tarot y está como una seda.

Los abuelos van y vienen del fisioterapeuta a la pista de baile, según se escoñan o luxan alguna articulación en sus demostraciones bailongas. Son felices y se intercambian –también en el baile- a sus respectivas parejas.

Mi padre y mi madre, en una preciosa feria de antigüedades, se interesan por una docena de cacerolas y prueban su sonoridad entre sonrisas cómplices.

Y Ana se me ha vuelto a acercar, esta vez con intenciones en apariencia bailables. Pero, justo antes de cerrar mi diario, he podido ver cómo se le caía otro diario, el local, fecha de hoy, por la página de ofertas de trabajo. Dita sea…

No hay petición popular de exilio. Y son más de veinticuatro horas. La maldición se ha ido al cuerno. Me da que, gracias a Soraya Stein, con su carta al duende Nómada en términos tajantes, ésta va a ser nuestra pequeña patria para siempre. El duende no quiere que se sepa nada de lo de su mujer con Gamínedes Eisenhower.

Diario íntimo (4).

En León.

El equipaje de Soraya Stein ha tardado en llegar a la casa rural que hemos alquilado con derecho a compra. El dueño, Jacobo Finanfort, que no se ha quedado quieto ni un momento, ha dejado que su apoderado, el ciervo Mateos Esverapia, uno del pueblo de al lado, firme los documentos. Por lo visto, las dos botellas que lleva en sus sendas manos, no siempre llenas del todo de anís, le fomentan esas eses con las que recibe al que llega aquí, a León, la provincia reina de la geografía española, como la ha definido mi primo después de pegarse una tunda de antología con los componentes de la coral que nos ha recibido.

La temperatura, la humedad relativa del ambiente, así como la dureza entre media y baja del terreno para sembrar y cultivar muchas cosas, parecen extraordinarias, pero nosotros nos pasamos metidos en casa hasta el mediodía y no hemos sembrado jamás ni una papa frita. Lo que ocurre es que, cuando un diario lo lleva un profesional, no omitir los detalles y ambientar la época hacen mucho para que el lector se sitúe en los aspectos claves.

Cuando hemos recibido el equipaje de la Stein lo hemos devuelto, porque ella ha viajado con la lista de sus pertenencias que yo copié en borrador: cuatro bragas negras, dos verdes de camuflage, una americana a cuadros, calcetines hasta media pierna y un sombrero cordobés. Por tanto, ni hemos firmado albarán ni nada, exigiendo que se llevaran la hormigonera y el juego de tenis de mesa que traían a su nombre.

Antes de la comida ya estábamos instalados en las ocho habitaciones de la casa, que ha habido que negociar. Gamínedes dormirá con un pavo altivo, Louis Marcus, y el ciervo Mateos, en camas separadas por supuesto. Los cuernos de Mateos, de veinte puntas pero postizos, adornarán la pared de la habitación cada noche y de ellos colgarán algunas ropas ligeras.

Mi padre y mi madre se han encontrado en medio del follón de la instalación de los parientes y se han sentado a contarse la mar de detalles y vivencias. Mi padre ha dicho unas cosas preciosas de los ojos de mi madre y, aunque se ha metido por medio mi abuela materna, han quedado para cenar en un reservado cercano a su dormitorio para no perder el tiempo. Debajo de su colchón hemos puesto las cacerolas que han sobrado de los armarios de la cocina. Porque los groenlondios, al final, nos despidieron con regalos prácticos.

Ha sido un día duro, después de gastar las alarmas de los detectores de metales de los dos aeropuertos y ponernos los sellos hasta en las gafas para que nos fuéramos, pero aquí estamos, instalados, felices porque la vida nos ha dado una nueva oportunidad. Cuando se ha hecho el silencio, cacerolas incluidas, Gamínedes se ha traído el libro y ha comenzado esa parte tan maravillosa del texto de Mari Shelley donde el hijo de quien juega a Dios dando la vida niega el lamentar las consecuencias de su creación. Es un monólogo tan grandioso que antes de dormirnos lloramos mordiendo las sábanas. Después nos dormimos, aunque desde la habitación más lejana vuelve un creciente chocar de cacerolas…

Diario íntimo (3).

Rodar y rodar.

Los Mendetzer –digo yo- no somos unos maldecidos eternamente. Quizá, como dice mi primo el palizólogo, sí lo hayamos sido por horas, o sea, a tiempo parcial. Hoy, cuando ha venido a vernos el alcalde de la capital, el señor Karpite Kuplito, no hemos podido tener más mala suerte: mi abuela y su amiga de toda la vida, Soraya Sostein (desterrada también porque estaba de visita en casa) limpiaban el suelo de nuestra cabaña y el político local resbaló durante seis metros, los que van desde la entrada hasta el sofá, como las estrellas del rock en el escenario. Pero no le sentó nada bien.

-Si queréis guerra, la tendréis –ha dicho mirando a Soraya, que se ha defendido lo mejor que ha podido de las acusaciones de magnicidio.

-..yase usté al garaho, consegal miérdico y nórdico –le ha zampado en plena cara y sin dejar de masticar sabe Dios qué. Después dice que no tiene hambre.

Nosotros no hemos aplaudido ni a uno ni a otro, porque, aunque la abuela es de nuestra sangre y su amiga está majarona, el hombre no miró siquiera el triángulo de plástico amarillo de la entrada, el que indicaba “suelo húmedo” en catorce idiomas, entre ellos el groenlandés y el danés, por aquello de las soberanías y las pamplinas.

De hecho, cuando ha podido incorporarse, el alcalde ha comprendido nuestra postura y sin desenfundar su arma ha esbozado un esquema de la orden de expulsión de nuestra familia al completo –amigotas incluidas- de esta isla tan grande.

Mi padre no se mete en nada según mi madre -incluida ella, según ella, pero esa es otra historia-. Pues a pesar de ser como es, se ha levantado del sofá y la ha emprendido a golpes de pompas de jabón en la cara del alcalde, que se ha visto superado por los acontecimientos y ha salido a todo correr, mascullando algo.

Van llegando para comer los miembros de la familia, de esta familia estigmatizada por un toque del duende Nómada Lagana (según el abuelo Igor), ése que te enfila y te envía a dar vueltas por el mundo como si no tuvieras nada más que hacer. Incluso Gamínedes, que pone un billete de cien dólares como señalador del libro que nos lee actualmente (Frankenstein), se ha sentado a la mesa pero apenas ha probado bocado.

Mientras sirvo el pan de kolfú con manteca gris de primer plato, intento levantar la moral de mis consanguíneos:

-Esto va a ser un arrebato espontáneo y sin importancia de toda la población que vive aquí, a todas horas, sin motivo alguno, pero con la idea firme de no vernos ni amanecer mañana. No os preocupéis.

Mi padre me ha amenazado con una pompa de jabón tan grande que podría engullirme y me he sentado a sorber en silencio la sopa yoshiroshi caliente.

El abuelo Iván ha hablado, por fin con la dentadura en el orden correcto en cuanto a mandíbulas:

-Terminad de comer, que nos vamos a León. Aún no sé si al Bierzo o a la Maragatería. Depende de los vuelos. Tú, Gamínedes, encárgate de reservar y no te peles, que allí también hace fresco. Y tú, tontopolla –ha dicho mirándome fijamente-: ojito con lo que escribes en tu diario, que nadie tiene por qué enterarse de que ando en líos con la callista.

Mejor, en efecto, me callo lo de los callos pero cierro mi diario con dos llaves para empezar a hacer mi equipaje. Como si lo hubiera deshecho. En fin…