jueves, 27 de septiembre de 2012

Recuerdos de viajes (9).


Viaje a una finca de Varas de la Higuera: “Las moscas”.

La finca pertenece ahora a don Fidel Hidad, un camorrista y jugador que se la ganó al póquer al tonto del pueblo, Urbano Guardia, una noche en la que el pobre pueblerino llegó con una chaqueta sin mangas. Para compensar el precio de la finca, (de casi sesenta y dos euros según tasación posterior), Fidel tuvo el detalle de entregarle en metálico dos millones de euros de los que llevaba encima, tras lo cual se dieron la mano, y los presentes dieron por bueno el consejo dado al infeliz Urbano de que no volviera a jugar más con gente tan lista.
En la actualidad el propio don Fidel corta las entradas al entrar mientras indica el camino con menos plastas vacunas al magnífico establo donde esperan muchas más plastas que esquivar. Al que le enseña las suelas limpias al salir le da un chicle.
El turismo gastronómico está en pleno auge, decía la radio de lunes a viernes y mi Constanza y yo, que nos aprendemos de memoria todos los eslóganes publicitarios (hasta la letra de “es el Colacao, desayunos y meriendas…”) nos apuntamos. Fuimos porque nos invitaban a comer de todo lo bueno que tiene el campo: magdalenas rellenas de crema industrial de sabor único, coñicaos, cosas light, leche sin calcio, nata, crema, superado el color blanco… una cosa atractiva.
Mi Constanza es más exigente que yo, mucho más, y pidió un guía. “Enseguía”, respondió don Fidel y soltó a Cañamono, un perro con buena nota en el bachillerato superior, capaz de llevar a la gente al Polo Norte y volver él solo con las carteras de los expedicionarios. Con dos mordiscos recíprocos nos hicimos amigos para siempre.
El recorrido comenzaba con una charla sobre la carne masticable. Como nadie la recordaba, don Fidel se remontó al año 1950 y a los filetes argentinos, esos que nadie llegó a comprobar que existían. Tomamos apuntes y a mí se me cayó la libreta debajo de la falda de una muchacha joven, que al darse cuenta del incidente me regaló un bofetón que se ahorró mi mujer.
Después de ver la fotocopia de un bistec firmada por dos notarios y el toro Sotavento, pasamos, por huevos, al gallinero, aunque todos fuimos por las buenas.
-Se trata de comprobar la diferencia entre estos huevos y otros. Como no tenemos otros, vean que no hay diferencia entre los nuestros, puestos por gallinas con el síndrome del interrogatorio, ese que, en cuanto las ven que van a pegar ojo, les enchufan una linterna entre ceja y ceja y les hacen preguntas sobre sus amigos, su NIF y su domicilio, además de dónde estaban el 23/2/1981. Que nunca se sabe.
Don Fidel explicaba estas cosas con una alegría de chiquillo.
En este momento, el encargado de hacer lo que le salía de los huevos en la granja, un tal Lucindo, abogado del Estado, nos hizo una tortilla, que él titulaba “Preg difaloi a le creçón”. Hubo uno que no entendió la explicación de cómo la elaboraba y se la comió. Nos juntamos con él al final de la excursión, porque se iba más cómodo en la ambulancia.
El siguiente paso era ver cómo las cabras de la granja se comían los pañuelos de las mujeres. Hartas de franela, estaban ansiosas de que empezaran estas visitas y probar sabores nuevos, desde la adorable seda hasta la lana fría, que se sirven ellas como tentempié. Allí se quedaron dos foulards, tres bufanditas ligeras y un mantón de Manila que llevaba doña Sarabia de Meñalbes, que recibió varias embestidas de los familiares de “Panameña”, la cabra que se lo engulló en dos bocados.
De inmediato, para cumplir con el programa, don Fidel se fue como un cohete a explicarnos los cultivos. Para ello, nos dijo, cuento con una base sólida, el terreno, dicho lo cual desapareció en un agujero de dos metros que había detrás de él.
-No alarmarse, -dijo saliendo con el megáfono expulsando arena-, sigo aquí para lo que necesitéis. Cuando encontró las pilas del megáfono, don Fidel ya estaba de pie otra vez, crecido y ganado en experiencia.
Nos explicó que había intentado sembrar cosas muy distintas, para así, si te coge un “factor malo”, se te estropea casi todo, pero queda algo. Lo entendimos todos y aplaudimos hasta que nos explicó qué había sembrado: palmeras, cactus y postes de la compañía telefónica “Dilotod”, que atravesaban la finca y por los que le pagaba ciento cincuenta mil euros a la semana a cambio de llevar sus servicios a toda la provincia. Como efectos secundarios, le preguntamos qué pasaba y él, con su dedo séptimo de la mano derecha ya bien crecido apuntando hacia arriba, nos hizo una postura igual que la que se hace con un dedo de los cinco de siempre.
Agradecidos, nos fuimos después de dejar abierta la espita del gas, pero el jodío Cañamono se percató y la cerró de inmediato.
Al llegar a casa, una vez despiojados, escuchamos un mensaje de la agencia de viajes, que nos ofrecía un periplo de siete días por el desierto del Sahara con un plátano, dos calcetines nuevos, medio litro de agua y un bocadillo de sardinas arenques por persona y día.
Comparando las condiciones del viaje anterior, aceptamos inmediatamente.