jueves, 23 de abril de 2009

OFERTA DE HONOR.

El instructor de guerra del joven conde Arana levantó la espada una vez más. Tras dos horas de esfuerzo metido en la nieve hasta las rodillas, presentaba la posición de guardia de la esgrima, con una hoja que pesaba tres veces más que cualquier espada. El discípulo se levantó tras su última caída y con él también su espada y el escudo. Entonces el maestro dio la orden de regresar al castillo.

Doña Inés de Saltera, viuda de Guillén, el  tercer conde de Arana, veía pasar a sus aposentos a su hijo, medio muerto de frío y cansancio tras la instrucción para la guerra. A pesar de ser unos tiempos de paz, el entrenamiento era espartano. Y diario.

Eran tiempos en que el honor era pretexto suficiente para pelear. Bastaba decirse insultado para cruzar con un guante la cara de un caballero y desafiarle. Después se inventarían las razones, mucho después de establecer el premio para el vencedor.

-Yo tengo lo que deseáis, -dijo el joven conde al noble Tomás de Laredo, quien se había levantado para gritarle en medio de un banquete y retarle a muerte-. Decidme qué puedo ganar yo si os ganara.

-Mi hacienda y mi título, -respondió Tomás.

-Entonces, cambiad de castillo, -intercedió doña Inés en medio del silencio de la reunión, dejando boquiabiertos a todos los presentes-. Y demostrad que sois digno de ser mi amante sin matar a nadie. Mi hijo, al mismo tiempo, desposará a vuestra hija y las dos casas se llenarán de vida en lugar de hacerlo de muerte. Una oferta de honor.

Doña Inés era una mujer hermosa, de ojos negros centelleantes y un cuerpo deseado por los hombres tras mirarla una sola vez. Y de las que no bajaban la mirada.

En silencio, con una sonrisa de desprecio, Tomás de Laredo se levantó de la mesa y recibió su espada de su escudero para avanzar hacia el centro del enorme salón. El conde Arana no vaciló y fue a su encuentro.

El ruido del primer choque de las espadas oscureció el tañido de la campana de la torre del castillo, que avisaba del cierre de las puertas para la noche.

Tomás de Laredo, sin levantar la vista del suelo, se arrodilló y dejó caer la media espada que aún agarraba con la mano.

Enfrente, Doña Inés de Saltera, mucho más rápida en la esgrima que su hijo, le levantaba la barbilla con su hoja tras romper por la mitad la espada del de Laredo. Quería mirarle a la cara antes de cortarle la cabeza.

Pero no lo hizo.

Dirigiéndose a todos los nobles allí reunidos, se cogió del brazo de su hijo y se retiró a sus aposentos. Era tarde y los dos, el aprendiz y la instructora de guerra se levantaban al alba para ejercitarse. Caminaban con las espadas en alto.

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