domingo, 4 de marzo de 2012

Abuelita.

Yo, en cuanto aprendí a andar, me solté de la mano de mamá y me puse una bolsa roja por encima de la cabeza y abuelita Ana, al abrir la puerta, lo entendió: de inmediato me llamó Caperucita y de ahí para siempre. Antes de morir, dicen, me llamó a gritos y sólo perder el tren semanal que debía llevarme a casa ha impedido que le preguntara, una vez más mientras la abrazaba, por qué tenía esos dientes tan afilados, ese aliento tan fétido y esas garras tan largas.

Jamás me metí en su vida privada y el Lobo, aunque poco hablador, se hacía a un lado en la cabaña cuando visitaba a abuelita Ana. Sólo soltaba monosílabos, incluso para ofrecerme una taza de té, lo único que había aprendido a cocinar.

Al principio, los cambios eran inapreciables. La espalda de abuelita se enderezaba y su porte se hacía elegante. Pero cuando la vi levantar ella sola un haz de leña más grande que yo, me miró y lo dejó caer con estrépito, dejando rodar los troncos delante de su puerta, con la cara tan sorprendida como la mía.

Otras veces la visitaba al caer la tarde y siempre venía a recibirme corriendo, sin su pañuelo en la cabeza, sin el delantal blanco y limpio a la cintura. Detrás, callado y sombrío, aparecía el Lobo, cargado de leña incluso en verano. “Para reserva”, decía abuelita.

Comía con ella y charlábamos sin parar de nuestras cosas, mucho más de las mías, ella nunca tenía prisa por saber si era feliz o si mis estudios y mi trabajo avanzaban, si estaba enamorada. Cuando le pregunté lo mismo a ella, bajó la mirada para que no viera el rubor intenso de sus mejillas, tanto que fui yo quien dijo que Caperucita Roja era su nombre de soltera. Hasta el Lobo, tan fuera de todas las conversaciones, rió con nosotros. Nunca pensé que supiera hacerlo, y tuve claro que los cambios de los dos habitantes de aquella cabaña aislada del bosque iban en las dos direcciones. Que había intercambios.

Antes de viajar a París para leer mi tesis doctoral, fui a visitarlos y les cogí por sorpresa: en la parte de atrás, desnudos, abuelita y el Lobo rodaban sobre la nieve abrazados y aullando. Corrí a la cabaña a esperarles, muerta de risa. Cuando entraron, los tres miramos al suelo y cenamos casi en silencio. Esta vez me despedí de los dos y me desearon suerte.

Unos meses más tarde, una batida de hombres de un pueblo cercano sin nada mejor que hacer, armados con escopetas, se encontró con el Lobo una mañana en la que éste se comía uno de los jabalíes abatidos por los disparos. Sin dudarlo, abrieron fuego sobre él, que apenas pudo andar para llegar hasta la cabaña, donde la abuelita Ana intentó curarle las heridas. A las pocas horas se desmayó en sus brazos y lo enterró en la parte de atrás de la casa. Después, como pudo, me llamó y se metió en la cama para morir de amor.

Cuando llegué varios días después, la cabaña ya estaba vacía y abrí las ventanas para despejar el aire viciado, el olor intenso a sudor animal mezclado con el suave perfume que siempre usaba la abuelita.

Al abrir la última ventana, mi corazón se encogió al sentir un latigazo de pies a cabeza: allí estaba la cara del Lobo mirándome sin hablar tras una capa de tierra.

No cerré la puerta y esperé desde el fondo a que entrara en la sala, junto a la chimenea apagada, temblando de frío y él, como siempre, hizo una candela que me devolvió el correr de la sangre.

Pasaban los minutos sin que dijéramos nada y, una vez cerrada la puerta, el Lobo me mostró algo que llevaba en la mano: catorce cartuchos de bala. Conté con los dedos los mismos agujeros en su pecho.

-Ninguna era de plata, -dijo-. De todos modos, no me curé a tiempo de las heridas para salir de la tumba y volver a abrazarla.

Me dio después una carta donde decía que la abuelita esperaba que yo le cuidara para siempre. Azorado, comenzó a leerla.

-Déjalo, no hace falta. Se la escribí yo, -le dije-, porque tenía las gafas rotas gracias a ti y no quería que supiese que veía mejor que yo.

Sin nada más que hablar, el Lobo puso agua en el fuego para preparar un té y yo, sin prisa, me dispuse a abrir mis maletas y adecentar un poco aquel desbarajuste.

5 comentarios:

inma dijo...

Preciosa historia de amor "bestial". Es un buen giro al cuento de marras convertido en amor de licántropos. Resulta a la vez tierno, apasionado, cómico y original. Mira que esa Caperucita, sabía ya de la vida y de la muerte más de lo que debiera, jajaja. ¿Heredó rasgos de la abuelita? Un besazo.

Peneka dijo...

Me ha parecido genial, no esperaba que el relarto fuese a ser como es.
Al principio tenía claro que tu imaginación desbordante no me fallaría, pero lo que no podía era ni de lejos, presentir la belleza que este relato guardase.
Me uno a la palabras de Inma, tierno, cómico, irreal, PRECIOSO.
GRACIAS por seguir escribiendo y por mantener vivo el fuego de nuestro hogar literario.

Besos de azucenas y amapolas

Clea dijo...

¡Madre mía! Este Lobo con mayúscula impresiona. Y provoca. Afortunadas Caperucitas, "nada animal les es ajeno".

:)

Hola. Soy Clea. Hoy, sin motivo aparente, me acordé de cuánto me gustaba leeros. No sé si molesto...

Besos

Gabriel dijo...

¡Pero bueno!
Mira, Clea, hay visitas que iluminan una casa. Como tú.
Esto es una fiesta.
Gracias por estar cerca y una sola pregunta: ¿ya no te vas más, verdad?
Besos varios.

Clea dijo...

Gracias, muchas gracias.
No, ya no me voy más.

:)