sábado, 24 de marzo de 2012

DEJARSE LA PIEL.


Al final me dieron a mí el encargo.

Los tíos Juan Carlos y Nicolás dijeron que no llegarían a tiempo. Se sentían incapaces de dar un solo paso.

Las títas Carlota y Nani dijeron temblando que no se atrevían.

Y el quinto hijo, mi padre, Anselmo, me cogió la mano, puso en ella algo blando y frío que no pude ver y salió con sus hermanos de la única habitación de la casita donde siempre vivieron los hermanos, la casa de los niños, enfrente del caserón habitada sólo por el abuelo Julio. Los cinco me empujaron para que iniciara el camino de tierra de cuarenta metros que llevaba a la gran puerta.

Llamé y volví a temblar al oír el timbre, con el que se activaba la grabación de un grito que el abuelo Julio había obtenido del último hombre que mató en la guerra, en 1945. En vez de pegarle un tiro, le clavó su bayoneta y, antes de que muriera encendió su grabadora para recoger los aullidos de dolor del soldado alemán.

Al rato apareció Bonilla, el mayordomo del abuelo, que abrió la puerta de cuatro metros de altura, de roble macizo, tan bien engrasada que con un dedo se podía empujar para abrir. Y para cerrar, me dijo Bonilla si seguía allí parado, callado y sin hacer nada. Pero siempre que iba a casa del abuelo a pedir algo me quedaba helado hasta que me empujaban –siempre lo hacían- mis tíos. Después, uno a uno, si les nombraba el abuelo, entraban ellos. Una o dos veces al año.

Bonilla no me dijo que entrara. Dejó la puerta entreabierta y, antes de meterse dentro para avisar –o no- al “señor”, giró su cuello, me mostró sus dientes negros y escupió con habilidad entre mis zapatos. Miré hacia abajo y se me revolvió el estómago al ver una cucaracha debatiéndose dentro de la saliva que había soltado. Se dio cuenta y caminó hacia dentro entre el sonido de unas carcajadas grabadas, difundidas a todo volumen, que supimos pertenecían a unos locos del manicomio cercano, donde el abuelo había internado a la abuela el día en que ella osó responderle mirándole a la cara. Mi padre y mis tíos dicen que la mandó drogada, sin apenas ropa que manchó de sangre, fingiendo una herida provocada por ella misma. Cuando iba a verla, aprovechaba para grabar risas y aullidos de los internos en máquinas cada vez más modernas y con mejor calidad de sonido.

Yo no pude evitar orinarme encima.

Aparecieron juntos, Bonilla y mi abuelo, éste en una silla de ruedas de la que se levantó para acercarse a mí con la ayuda de un bastón. El sirviente se fue adentro llevándose la silla y el abuelo se paró en el primer escalón a mirarme desde arriba.

-Si no tienes algo importante que decir, repítele a esos cerdos que aquí no ha cambiado nada y que seguirán con una comida al día. Incluido tú, mocoso. Y meón, -dijo con una sonrisa desdentada y original; su risa sin grabar, en directo.

Aproveché que tenía los ojos cerrados y le cogí la mano para ayudarle a bajar los cinco escalones que le separaban del jardín.

En el primer escalón, sin prisa, abrí el papel húmedo que me habían puesto en la mano y puse su contenido en el suelo, justo debajo y delante. En el segundo escalón, el abuelo tenía preparada la cáscara de plátano para que patinase sobre ella y sus pies, al elevarse como sentado en el aire, le hicieran romperse la cabeza al caer. Una cáscara de plátano que correspondía a la ración de fruta mensual que el abuelo nos tenía asignada y que ni él ni Bonilla consideraron como posible arma.

Al comprobar que el abuelo no respiraba, giré hacia la casita donde mi padre y mis tíos esperaban y alcé los brazos como un goleador, un héroe que celebra una hazaña. Incluso con mis piernas llenas de cicatrices por los bastonazos semanales del abuelo y Bonilla, corrí hacia ellos, que me abrazaron.

Por la noche, cuando Bonilla cerraba los candados de nuestras cadenas, su semblante era distinto al de otras veces. Prometió agua a diario y, dentro de veinte años, cuando yo cumpliera los veinticinco, llamar a alguien del pueblo que supiera leer y abrir el testamento.

Había merecido la pena dejarse la piel sin comer.

2 comentarios:

Peneka dijo...

¡¡qué, jodío abuelo!!¡¡qué guarruzo el Bonilla!! pero en la parte donde le dan el gran resbalón al abuelo me he perdido un pelín; bueno, de todas formas, me lo volveré a leer.

Gracias maestro,por seguir estando ahí y llenando de historias nuestra casa de palabras.

Besitos de azules amaneceres.

inma dijo...

¡Qué burrada de relato! ¡Menuda familia y menudo servicio doméstico! No me extraña que el pobre chiquillo se haga pipí encima. Yo no podría ni dormir.
Me he divertido mucho leyéndolo, y el título me parece genial. Le viene como anillo al dedo.