jueves, 16 de octubre de 2008

DESDE ENTONCES.

Como es fácil de entender, aprovechaba los recorridos en autobús desde mi barrio al centro para cantarle a mi mujer canciones de Emilio el Moro. En general (me gustaban casi todas) le comenzaba con esa que dice “Con dos losas… con dos losas. Me endiñaste con dos losas y al porrazo me rendí. Y por si era poca cosa, me largaste un puñetazo con más fuerza que Urtaín”.  Venía después la que canta “pocos abrigos te podrás comprar, como no dejes letras sin pagar. Y si las pagas todos pensarán, que tu señora tralaralará”.

El trayecto no daba para más. Llegábamos a la Plaza Nueva y nos disponíamos a resolver alguna compra o simplemente a pasear el centro de Sevilla.

Pero aquel día pasó un autobús fuera de servicio y el siguiente se llenó a base de esperas en paradas. De modo que mi mujer pasó antes y yo me rezagué para darle dos picotazos al bonobús y franquear nuestro viaje. El avanzar se hacía difícil, maletas y carros de la compra incluidos, de modo que consideré aceptable quedarnos en la zona media del autobús, aunque nos gusta llegar hasta el fondo, sea con o sin asiento.

La cosa es que pude sentarme a su lado en cuanto, dentro del atasco humano, vi su pantalón negro y su blusa roja. De modo inmediato, dado el tiempo perdido en llegar, entoné en voz baja uno de los grandes éxitos de don Emilio: el que dice que “gitana, tú te verá, lo mismo que una coneja, que no para de criá”, al que siguieron los expuestos al principio.

Me pasará siempre. Por mucho que las haya oído, me hacen reír. Y las celebro con mi mujer, que, paciente, me hace caso. Lo que me sorprendió fue que al levantar la cabeza, ella me saludara desde el fondo del autobús, muerta de risa. Volví a certificar la blusa roja, idéntica a la de mi mujer, y el pantalón negro sin duda, nada de afroamericano, fotocopia del que llevaba mi cónyuge desde que salió de casa. Y al fin volví la cara, a la izquierda, para conocer el rostro de quien había sido objeto de la pequeña serenata. La mujer, de un pelo copiado al de mi esposa, me miró sin pestañear, con una duda palpable entre huir o llamar a urgencias.

Yo no fui capaz de hablar. La mujer de ropa duplicada, al cruzar la mirada con mi mujer, esbozó una sonrisa. Antes de que bajaran los dos escalones para pisar la Plaza, estalló la carcajada. Simultánea. Desbordante.

Desde aquel día, sólo canto mirándole a los ojos. Son inconfundibles. 

6 comentarios:

Isa dijo...

Has ido enganchándome con este relato a medida que avanzaba, y me lo he creído completamente. Esas cosas pasan, seguro, aunque dudo que con tanto arte. El final encierra una ternura encantadora.

Gabriel dijo...

Gracias, Isa. Esas cosas pasan, seguro. Es un reflejo absolutamente fiel de la realidad. En la línea 33 de Tussam, para ser más exactos.
Un beso.

Isa dijo...

¡Ay, ay, que me lo estaba imaginando!¡Ay, la línea 33, y ay qué suerte de tener como faro a esos dos ojos, para así no volver a perderte!

Peneka dijo...

Precioso final compañero para un nuevo comienzo.

Yo, me imagino la cara de los dos, sin contar con la de la observadora muerta de risa.
¡Pobre mujer!, seguro que pensó "¡ea, ya me tocó el chiflao de turno; y eso que arecía tan modosito...!si es que no puede una fiarse las apariencias...!

Bueno, y ese Emilio el moro. ¡¡¡Qué profundidad de letras!!!

Lola García Suárez dijo...

Reconozco que tenía ganas de saber hasta dónde llegaría el relato. Porque aunque hay una ternura implícita, el tema de Emilio el Moro y las letras de las canciones me estaban llevando a algo más surrealista. Pero me he dado cuenta de que lo de las letras es puramente anecdótico y lo importante es el enamoramiento que vive esa pareja cada día.

Anónimo dijo...

Oye, es verdad lo de Emilio el Moro, sus letras son inolvidables....